domingo, 8 de julho de 2007

Um texto de Alberto Manguel


LAS BIBLIOTECAS Y SUS CENIZAS

EL ENSAYISTA ALBERTO MANGUEL, UN ENAMORADO DEL LIBRO Y DE LA ESCRITURA, REMEMORA SU RELACIÓN CON LAS BIBLIOTECAS Y HACE UN RECORRIDO, CON PARTICULARES HISTORIAS, POR LAS BIBLIOTECAS Y SUS CENSORES.
Fuente: Revista "Número"
http://www.revistanumero.com/33bib.htm


Recuerdo, con cierto sentimiento de cariño y turbación, las bibliotecas de mi juventud. Recuerdo de manera muy especial la biblioteca del Colegio Nacional de Buenos Aires, mi alma mater, con sus imponentes puertas de madera, su acogedora penumbra, sus verdosas lámparas que me hacen pensar en las lámparas de las literas de los coches cama, las aparentemente infinitas y altísimas estanterías que llegan hasta el oscurecido techo, muchas de ellas sin ser tocadas durante años. Recuerdo el silencio roto constantemente por susurros y risas nerviosas, el desconfiado bibliotecario que siempre buscaba excusas para no entregar el libro requerido, las páginas prohibidas en las que espontáneamente se abrían ciertos libros: los poemas de García Lorca en La casada infiel, la escena del burdel en La Celestina, el capítulo en el que un niño es seducido por el marino en Los premios de Cortázar. Nunca supimos cómo habían encontrado estos encendidos textos su camino hacia nuestras escrupulosas bibliotecas, y nos preguntábamos cuánto tiempo pasaría antes de que el bibliotecario descubriera que, en sus narices, generación tras generación de corruptibles estudiantes se pasaban los nombres de esos libros secretamente escandalosos unos a otros.


Como aquella biblioteca lejana, toda biblioteca contiene textos que escapan a la vigilancia de sus bibliotecarios y son secretamente subversivos, pues la subversión, al igual que la belleza, depende del color del cristal con que se mira. A los siete años en la biblioteca de su padre, santa Teresa de Ávila leía novelas de caballería, las cuales la llevaron a desafiar a sus padres, a huir de casa y (aunque la encontraron a un poco más de un kilómetro y la llevaron de regreso) a "buscar el martirio entre los infieles en tierras de moros". Como prisionero en campos de trabajo siberianos, Joseph Brodsky leía los poemas de Auden, y éstos le dieron fuerzas para enfrentar a sus carceleros y sobrevivir sólo por el hecho de vislumbrar la libertad. Del mismo modo, aquellos que deciden hacer suya la tarea de guardar la entrada a las bibliotecas encuentran peligros donde otros ni siquiera los ven. Es bien conocido el veto impuesto por el general Augusto Pinochet al Don Quijote porque había leído en esa novela una defensa de la desobediencia civil. Y recientemente, un ministro de Cultura japonés trató de prohibir Pinocchio porque pintaba un retrato poco favorable de los minusválidos a través del gato que simulaba ser ciego y del zorro que simulaba ser cojo.


Para prohibir algo se han dado razones absurdas e íntimas, desde El mago de Oz (un hervidero de creencias paganas) hasta El guardián entre el centeno (un modelo peligroso de adolescente). En palabras de William Blake: "Ambos leemos la Biblia, noche y día, Pero donde tú ves negro, yo veo blanco".


Cuenta la leyenda que cuando el conquistador Amr ibn al-As entró en Alejandría en el año 642, le ordenó al califa 'Umar I que prendiera fuego a los libros de la biblioteca. La leyenda ha sido puesta en duda, pero merece citarse la respuesta apócrifa de 'Umar que hace eco de la curiosa lógica de los quemalibros de entonces y de ahora. 'Umar accedió diciendo: "Si el contenido de dichos libros está de acuerdo con el Libro Sagrado, entonces son redundantes. Si no lo está, entonces son indeseables. En cualquier caso, deben ser consumidos por las llamas". 'Umar estaba refiriéndose a la fluidez esencial de la literatura. Ninguna biblioteca es lo que pretende ser. Incluso con estrictas restricciones, cualquier selección de libros será más vasta que su clasificación y todo lector inquisitivo encontrará peligro (beneficioso o censurable) en el más seguro y vigilado de los sitios.


Nuestro error, quizás, ha sido ver las bibliotecas como espacios universales y neutrales. Por definición, toda biblioteca es el resultado de una elección, de un alcance necesariamente limitado. Las primeras bibliotecas de las que tenemos noticia nacieron bajo tales condiciones, en Mesopotamia, y se remontan al tercer milenio antes de Cristo. A diferencia de los archivos oficiales, fueron construidas para preservar las transacciones diarias y las relaciones efímeras de un grupo particular. Estas primitivas bibliotecas guardaban obras colectivas, tales como las llamadas "inscripciones reales", tablillas conmemorativas de piedra o metal en las que se hacía el recuento de acontecimientos políticos importantes. Estas bibliotecas, muy probablemente, eran privadas; construidas por amantes de la palabra escrita quienes con frecuencia instruían a sus escribas para que inscribiesen su nombre en las tablillas, marcando así la colección como propiedad de un hombre. Incluso cuando estas bibliotecas formaban parte de un templo, usualmente llevaban el nombre del sumo sacerdote o de la personalidad responsable de la colección. Ya los primeros bibliotecarios eran conscientes de que le daban al libro un sentido particular al ponerlo en un estante específico o al catalogarlo de una cierta manera; algunos libros de biblioteca llevaban un colofón que buscaba disuadir al que pretendiera alterar la categoría que le había asignado su propietario. Un diccionario del siglo séptimo antes de Cristo lleva esta inscripción: "Que Ishtar bendiga al lector que no altere esta tablilla ni la coloque en otro lugar de la biblioteca, y quiera Ella denunciar furiosamente a aquel que se atreva a sacarla del edificio".


Los reyes también erigían bibliotecas en sus palacios. La más famosa es la Biblioteca de Asurbanipal en Nínive, fundada cerca del 640 antes de Cristo. Este rey académico, quien copió y revisó algunos de los libros, enviaba a sus representantes a través de su reino en busca de cualquier volumen que faltara en su biblioteca. Tenemos una carta en la que Asurbanipal, después de hacer una lista de los libros que buscaba, insistía en que la tarea debía llevarse a cabo sin demora. "Encuéntrenlos y envíenmelos. Nada puede detenerlos. Y, en el futuro, si descubren algunas tablillas que no estén aquí consignadas, inspecciónenlas y, si la consideran de interés para la biblioteca, recójanla y envíenmela". El azar, tanto como la selección, da forma al catálogo de una biblioteca.


Se sabe que hay gustos particulares y restricciones de idiosincrasia en una colección privada, pero también se encuentran en colecciones para audiencias más amplias. Una biblioteca pública es una paradoja, un edificio construido para alojar un oficio esencialmente privado (leer) que ahora se debe llevar a cabo en un espacio común. Encerrado en el reino de un libro particular, cada lector forma parte de una comunidad de lectores definidos por la biblioteca. Bajo su techo, estos lectores comparten una ilusión de libertad, convencidos de que el reino de la lectura es suyo con sólo pedirlo. Pero de hecho, se censura la elección del lector de diversas maneras: por la estantería (abierta o cerrada) en la que permanece el libro, por la sección de la biblioteca en la que se lo cataloga, por nociones privilegiadas de cuartos reservados o de colecciones especiales, por generaciones de bibliotecarios cuya ética y gusto han dado forma a la colección, por pautas oficiales basadas en lo que la sociedad considera "apropiado", por reglamentaciones burocráticas cuya razón de ser se perdió en el tiempo, por consideraciones de presupuesto y tamaño y disponibilidad.


Bajo tales condiciones, claramente el deber del lector es ser subversivo: despojar al libro de todas sus etiquetas, reconocer las categorías a las cuales se le ha condenado, redefinir un libro leyéndolo "entre líneas". Aun sin leer entre líneas los libros de una biblioteca, cualquier biblioteca, por su simple existencia, evoca al mismo tiempo su sombra prohibida y olvidada: una biblioteca más grande de los libros que no se incluyeron, aquellos que por razones convencionales de calidad, materia o incluso tamaño fueron declarados inadecuados para sobrevivir bajo el mismo techo. (Menciono el tamaño porque ésta fue la razón dada para expurgar la nueva biblioteca de San Francisco, California. Al terminar la construcción los arquitectos se dieron cuenta de que el edificio tenía una capacidad menor de la que pretendían reemplazar; el bibliotecario jefe decidió entonces eliminar cualquier libro que no hubiera sido solicitado en los últimos cinco o seis años. Para salvar los libros, heroicos empleados se metían a hurtadillas de noche y sellaban con fechas recientes los libros para salvarlos de la destrucción. Desgraciadamente, una gran cantidad de libros no escapó a la purga; ellos forman ahora una de esas bibliotecas fantasmas, un homenaje a la locura burocrática de un hombre).


Son formidables estas bibliotecas invisibles y sin embargo presentes. Los autores paganos desaparecieron de las primeras bibliotecas cristianas, las obras árabes y judías fueron excluidas de las bibliotecas españolas después de la expulsión, los nazis condenaron a la pira a los libros "degenerados", Stalin proscribió a los escritores "burgueses", el senador McCarthy exilió a los "escritorzuelos comunistas". Todos estos libros constituyen bibliotecas colosales a la espera de ser llamados por sus futuros lectores. Después de que el notorio tirano Mansur ibn Abi Amir, quien murió en 1002, condenara a las llamas una importante colección de obras científicas y filosóficas reunidas en las bibliotecas de Andalucía por sus predecesores, el historiador Sa'id el Español se conmovió tanto que dijo: "Estas ciencias fueron despreciadas por los antiguos y criticadas por los poderosos, y aquellos que las estudiaron fueron acusados de herejía y heterodoxia. A partir de entonces, aquellos que tenían la sabiduría callaron su lengua, se escondieron y guardaron en secreto lo que sabían hasta la llegada de una época más feliz e iluminada".



Algunas veces, por supuesto, no es suficiente la exclusión. Las bibliotecas existentes, por su propia naturaleza, parecen cuestionar la autoridad de los que están en el poder. Como depositarios de la historia o fuentes para el futuro, como guías o manuales para tiempos difíciles, como símbolos de autoridad pasada o presente, los libros de una biblioteca significan más que su contenido colectivo y han sido, desde el comienzo de la palabra escrita, amenazados con destrucción. Poco importa por qué es destruida una biblioteca: toda prohibición, represión, saqueo o robo inmediatamente da lugar a una biblioteca más poderosa, clara y durable compuesta por libros prohibidos, saqueados, reprimidos o destruidos. Pueden no estar disponibles para consulta, o existir solamente en la vaga memoria de un lector o en la aún más vaga memoria de la tradición y la leyenda, pero habrán adquirido una cierta inmortalidad a través de la censura, intencional o no, sub specie aeternitatis.


Puede ser esclarecedor mencionar algunos ejemplos:

Represión: Suetonio nos cuenta cómo el emperador Domiciano, furioso por cierto pasaje en la Historia de Hermógenes de Tarso, no sólo hizo ejecutar al autor sino que crucificó a los libreros que habían distribuido el volumen. Cada biblioteca romana fue purificada del libro de Hermógenes.

Destrucción: Como muchos otros invasores, los turcos trataron de destruir la cultura de los pueblos conquistados por ellos. En 1526, los soldados del ejército turco prendieron fuego a la Gran Biblioteca Corvina, fundada por Matías Corvinus, de la que se dice era una de las joyas de la corona húngara. Casi tres siglos después, en 1806, los descendientes de esos mismos turcos los emularon quemando la extraordinaria Biblioteca Fatimid en El Cairo, que contenía más de cien mil volúmenes preciosos.

Saqueo: En 1702, el académico Arni Magnuson se enteró de que los empobrecidos habitantes de Islandia, hambrientos y desnudos bajo el gobierno danés, asaltaron las antiguas bibliotecas de su país donde copias únicas de los Eddas habían permanecido por más de 600 años, usándolas para hacerse vestidos de invierno. Alertado sobre este acto de vandalismo, el rey Federico IV de Dinamarca ordenó a Magnuson navegar a Islandia y rescatar los preciosos manuscritos. A Magnuson le tomó diez años desnudar a los ladrones y rehacer la colección que, aunque dañada y recosida, se envió a Copenhage, donde fue guardada cuidadosamente hasta 1728, cuando un incendio la redujo a polvo y cenizas.

Robo: Poco antes del final de la segunda guerra mundial, en 1945, un oficial ruso descubrió en una abandonada estación de tren en Alemania una cantidad de cajones abiertos llenos de libros y papeles rusos que los nazis habían robado. Esto, según Ilia Ehrenbourg, fue todo lo que quedó de la conocida Biblioteca Turgeniev que el autor de Padres e hijos había fundado en París, en 1875, para beneficio de los estudiantes emigrados y a la que Nina Berberova llamó "la gran biblioteca rusa del exilio".

Prohibición: En marzo de 1996, el ministro de Cultura francés, Philippe Dousre-Blazy, ordenó la inspección de la biblioteca municipal de Orange, ciudad gobernada desde junio de 1995 por el ultraderechista partido de Jean-Marie Le Pen. El informe, publicado tres meses después, concluyó que los bibliotecarios de Orange tenían orden del alcalde para sacar de las estanterías ciertos libros y revistas: cualquier publicación que pudiera desaprobar el partido de Le Pen, cualquier libro escrito por críticos del partido, una buena parte de literatura extranjera (cuentos norafricanos, por ejemplo) que no fueran considerados como "la verdadera herencia cultural francesa".

¿Existirán siempre esas incertidumbres en las bibliotecas? Quizá no. Puede ser que las bibliotecas virtuales burlen algunas de estas amenazas: el espacio ya no justificará el sacrificio, pues el ciberespacio es prácticamente infinito, y la censura ya no afectará a cada uno de los usuarios de la biblioteca, dado que el censor, circunscrito a una administración y a un lugar, no podrá impedir que un lector pida un texto prohibido en una pantalla lejana de otra ciudad, lejos de las normas de censura. Los medios electrónicos no podrán, sin embargo, burlar todas las amenazas porque, a pesar de las apariencias, el papel y la tinta son todavía más duraderos que las fugaces letras titilando detrás de la pantalla: testigo de la finita duración de un disco electrónico comparado con las frágiles y casi eternas cenizas de un papiro rescatado en Pompeya, todavía legible diecinueve siglos después, entre láminas de vidrio en el Museo Arqueológico de Nápoles.

Espero que en sus sueños los quemadores de libros se atormenten con tan modestas pruebas de la supervivencia del libro.

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